Adicta a las pajas











{5 octubre 2013}   Vuelta a las andadas (III)

El orgasmo había sido tan fuerte que tuve que dejarme caer en el sofá, despatarrada totalmente, para tratar de recuperar el aliento. La gente seguía comentando guarradas acerca de lo que yo debería hacer, lo que ellos estaban haciendo o lo que ellos me harían. Cliqueé rápido entre varias cámaras y las corridas iban y venían. Lecherazos por todas partes, de distinto espesor y alcance, pero rica leche al fin y al cabo. Me estaba poniendo a punto otra vez? Sin duda. Seguí mirando vergas y cuerpos desnudos, mientras de forma distraída, mi mano izquierda se había aposentado sobre mi pubis, y los dedos, curiosones como poco, chapoteaban en los jugos de mi chumino. Un pollón de al menos 18cm llamó mi atención. El tipo pegado a esa verga necesitaba de sus dos manos para masturbarse. El jovencito con la polla lubricada seguía dale que te pego, sin haberse corrido aún, y también seguía admirando su ritmo. Por último, lo que parecía un padre de familia aburrido, se daba alegría al miembro mientras se mordía los labios sensualmente mirándome. Y así, con la alegría de ver pollas disfrutando virtualmente viendo mi cuerpo, me corrí por segunda vez. Más elogios cubrieron la pantalla.

De entre tantos visitantes en mi sala, también había alguna que otra chica, y una con un par de importantes melones picó mi curiosidad. Al parecer, se estaba sintiendo muy atraída por mi show, así que le di un poco de juego, tratando al mismo tiempo de calentar al resto del personal, que estaba disfrutando de nuestra conversación sin pelos en la lengua. Toda la sala nos animaba a jugar entre nosotras… o más bien animaban a la otra chica a unirse, porque yo seguía acariciando mi chochito, que seguía produciendo flujos, los cuales ya empapaban la tela del sofá. En ese momento me acordé de la caja, y de pronto la atracción por ellos se vio súbitamente resucitada.

Tomé mi antaño infalible vibrador, apodado cariñosamente el «orgasmaster». Hmmmm… sentir esos ciclos de vibraciones en mi vagina me puso loca. Mi amiga online se había desecho de su top y sobaba sus enormes pechos con lujuria, pero lo cierto es que yo no estaba demasiado atenta ya a lo que pasaba en pantala. En ese instante, solo tenía pensamientos para mi cosita linda y el vibrador que estaba retumbando en su interior, arrancándome espasmos de placer, llevándome en volandas hacia un nuevo orgasmo que prometía ser aún más intenso que los anteriores. Aumenté la velocidad del vibrador y no pude evitar que un sonoro gemido escapase de mis labios. Me retorcía de placer, para alegría y entretenimiento de tantísimo mirón en línea. Otro puntito de velocidad… oh cielos, me estaba deshaciendo por dentro como mantequilla en una plancha. Mi coño rezumaba flujo y mis gemidos se incrementaron. No iba a aguantar mucho más, iba a correrme como una guarra, con las piernas abiertas y un buen vibrador incrustado en mi interior. Finalmente, un bestial orgasmo sacudió mi cuerpo, y como si de una fuente se tratara, mi coño dio riendo suelta a varios potentes chorros que salieron disparados de mi vagina. Hacía tiempo que no me corría eyaculando, hmmmm… qué sensación tan buena, no recordaba cuán intensos eran esos orgasmos, pero lo estaba disfrutando a conciencia. En el chat, la gente comentaba atónita la hazaña, dudando sobre si había sido un orgasmo real o fingido. «Oh dios», pensaba para mí, «cómo pueden ponerlo en duda?»

Aquella tarde degusté 19 maravillosos orgasmos, uno detrás de otro, repartidos en 6 horas incesantes de tocamientos, charlas subidas de tono y actitudes provocativas. Cuántos litros de leche se vertieron en mi honor es algo que desconozco, pero las pollas florecían en el chat como setas, pollas iban, pollas venían (y se corrían). Tras cuatro años de relación, mi vuelta al sexo en solitario fue apoteósica. Hubo un antes y un después. Agotada por mi sesión masturbatoria, lo único que tenía claro es que pensaba batir el récord de 19 orgasmos tan pronto como pudiese. Que tiemblen los chats, Susi ha vuelto, más adicta a las pajas que nunca.



{5 octubre 2013}   Vueltas a las andadas (II)

Siete días han pasado, siete horribles, y sigo depre como un higo chumbo. El helado no me sacia, el chocolate no me llena, mis ojos están irritados de tanto llorar, y sigo amándote como hace siete días, no como tú, cabrón, que hace siete días estabas follándote por todo lo alto a esa morena hija de puta de tu jefa. Necesito algo. Mi vida se desmorona, y necesito algo a lo que aferrarme. Podría tener una noche loca. Sí, por qué no? Todavía conservo mis vestiditos de putón, o aquella mini rosa tamaño cinturón. Sí… voy a ponerme guapa, voy a ponerme la minifalda, un buen top ceñidito para enseñar escote y… y… y sin bragas! Eso es. Oh, a quién quiero engañar. No sabría ni a dónde ir, las zonas de marcha seguro que han cambiado en estos últimos cuatro años. Lo cierto es que ni siquiera estoy de humor de maquillarme y pasar media hora eligiendo los zapatos más adecuados para salir de caza.

Dónde están mis amigas cuando las necesito? Ah, sí, follando como conejos con sus mariditos. Hijas de puta… no. No soy justa con ellas, yo he hecho lo mismo estos últimos años, encerrada con mi querido cabrón, comiéndole la polla entre cacahuete y sorbo de cerveza, dejándole que me diera por el culo y bebiéndome litros de su leche amarga, día sí y noche también. Buena polla, eso sí, y buenos orgasmos, que ahora los disfruta la zorra de su jefa, mientras yo me quedo llorando en casa y agotando las reservas de chocolate. Sustitutivo del sexo? Y una mierda! Joder, y mis pezones duros como piedras. Pero qué…?

Es su polla. Pensar en cómo me percutía de forma constante, llevándome poco a poco hasta el borde del orgasmo, para acelerar a un ritmo vertiginoso que en cuestión de minutos me arrojaba por el precipicio, haciéndome correr como una loca mientras me llenaba el coño de leche. Algo me está llamando. Esa caja en lo alto del armario, cubierto de polvo. Un recuerdo olvidado, una obsesión pasada. Esa caja tiene la respuesta, la solución al calorcillo húmedo que se está gestando alrededor de mi pubis. Me tiemblan las manos. Me aliso el cabello, suspiro y me pongo el pie. No solo mis manos tiemblan, también mis piernas. Me miro al espejo y veo mi figura marchita.

Follar he follado tanto como he podido. Han sido cuatro hermosos años, llenos de amor y carantoñas mezclados con leche y jugos vaginales. He descubierto posturas que nunca habría imaginando, y me he corrido literalmente a chorro, como nunca hubiese pensado que podría hacer. Quizás es solo mi patética depresión. Pelo enmarañado, ojeras, piernas sin afeitar, bragas de abuela y camiseta de dormir… no precisamente lo que se dice sexy. Peor es aún la tripita bajo la camisa… no quiero ni pensarlo. Pero cachonda como una perra, eso sí. La caja, joder, dónde está la caja? Uhmm… ahí estás, jodía, ven con mami.

Alguien mirando desde atrás habría visto cómo mis nalgas se tensaban bajo el algodón de esas simples bragas, al estirar mis brazos y levantar mi camiseta para poder alcanzar, de puntillas, la caja en la parte superior del armario. No había nadie allí, por supuesto, para mirar de forma lasciva y con ojos de vicio, pero la caja por fin había vuelto a caer en mis manos, y ya nada importaba. Abrí la caja, y durante cinco tensos minutos miré su contenido fijamente, allí de pie. Allí estaba mi colección de juguetitos. Extrañamente, no me sentí atraída por ellos. Es posible que después de tanto tiempo, mis amiguitos no provocasen la más mínima atracción en mí? Los había olvidado ya?

Dejé la caja sobre la cama y me volví al salón. Seguía algo excitada, pero la decepción del momento apertura de la caja me había provocado un cierto bajón. Encendí el ordenador y decidí buscar alguien con quien hablar. Cara a cara. Así que me metí en un videochat. El desfile de pollas fue instantáneo, de todas las formas y colores, pero no estaba yo para pollas. En cuanto saludé y la gente comprobó que era mujer, los mensajes privados empezaron a inundar mi pantalla, algunos directos al grano, otros más sutiles, y bastantes piropos que, aunque eran evidentemente zalameros, me subieron el ánimo. Fue entonces cuando la idea cobró forma en mi cabeza. Iba a masturbarme como una loca, sí, y lo iba a hacer delante de tantos pajilleros como pudiese. Abrí mi propia sala de chat y esperé a que los usuarios se fueran conectando. No me iba a andar con rodeos, así que me quité la camiseta y me quedé semidesnuda, con los pechos al aire y mis bragas de abuela como única prenda. Los comentarios no se hicieron esperar, de nuevo de lo más variopinto, pero en general positivos, lo cual me estaba levantando el ánimo.

Empecé a manosear mis senos, acariciándolos con suavidad en círculos, haciendo crecer mis pezones. Hasta tres pollas podía admirar al mismo tiempo que jugueteaba, así que me decidí por un jovencito enérgico que le daba caña a una polla lubricada, un madurito de buen ver con los huevos peludos y un negro de tamaño desproporcionado. Los tres estaban disfrutando genuinamente de mis tetas, y agitaban sus miembros vigorosamente. Me estaba poniendo cerda, ciertamente, y a los pocos minutos mi chochito ya empezaba a lubricar. 35 visitantes en mi sala, y subiendo.

Me puse a cuatro patas, con la webcam enfocando a mi trasero, cubierto por las bragas, y para ser unas simples bragas blancas de algodón, no levantó precisamente pocos comentarios alabando la figura de mi culo y las ganas que todos tenían de hacer guarreridas con él. Unos pequeños azotitos a mis nalgas desataron pasiones, y ajustar los laterales para que pareciese un tanga, mostrando mis nalgas en tal proceso, hizo que el negraco imponente se corriera como un caballo. Su rapidez fue decepcionante, pero la cantidad enorme de leche que salió de aquella manguera me dejó impresionada, y sí, añadió otro puntito de excitación. Otra polla reemplazó su lugar, por supuesto. Tres pollas duras siempre es mejor que dos.

El jugueteo y la provocación con mis braguitas y mi culo prosiguió un poco más, levantando vergas y comentarios que seguían subiéndome la moral. Nada mejor contra la depresión que un montón de tíos salidos deseosos de captar tu atención. Bajé mis bragas hasta media altura, lo suficiente para enseñar mis nalgas al completo, pero sin que mi abultada vulva se llevase todas las miradas. La gente lo estaba disfrutando, y yo también. 64 visitantes, y subiendo.

Un meneo de culete por aquí, otro meneo por allá. Unos azotitos y un par de sobeteos de cachete en plan sensual. Me estaba sintiendo como una reina del porno, atrayendo las miradas de tanto salidorro online. Y bragas fuera. Desnudita por completo, indefensa ante la cámara, mojada como una perra. Esto no acababa más que de empezar. Seguí disfrutando del momento, y dediqué unos bailes en cueros a mis fans. 88 visitantes.

Sin más dilación, y para sorpresa de muchos, que no creían que fuese «en serio», me detuve por un instante, con la respiración agitada a consecuencia de los bailecitos, me planté delante de la webcam, directamente enfocada a mi coñito sediento y con el ligero vello de siete días. Las pollas en las distintas webcams dieron un bote. Puse mis manos a los lados y tomé mis labios delicadamente con los dedos, exponiendo mi vulva a todo el mundo. En la cámara se podía apreciar el brillo de mis jugos vaginales. Más leche derramada por mí, lástima solo ver tres pollas de las más de cien que debía haber en ese momento, porque más de diez se corrieron viendo mi coño húmedo. Uno de mis deditos comenzó a juguetear con mi preciada perlita. Mi clítoris clamaba atención, palpitaba de excitación, deseando ser partícipe de la fiesta. Di un pequeño respingo al primer contacto. Pocas veces en mi vida he estado tan sumamente cachonda. Era algo puramente especial, tras siete días sin sexo ni pasión, estar exhibiendo ante tantas miradas lascivas producían una vorágine de sensaciones en mi cuerpo. Mi dedo seguía moviéndose alrededor de mi clítoris, cada vez más rápido. No estaba segura de si podría detenerme. No estaba segura de si quería detenerme. Más rápido. Mis piernas empiezan a temblar, no me lo puedo creer. Estaba totalmente salida, dos dedos aprietan mi clítoris a los lados y mi mano se agita sobre mi vulva. No, no voy a parar, voy a seguir. Me voy a correr en directo y en vivo delante de 117 pervertidos online. Y me corrí entre espasmos, enfocando en primer plano mis partes palpitantes y brillantes, empapadas de flujo. Orgasmazo.



{5 octubre 2013}   Vuelta a las andadas

Siete días han pasado, siete horribles, y sigo depre como un higo chumbo. El helado no me sacia, el chocolate no me llena, mis ojos están irritados de tanto llorar, y sigo amándote como hace siete días, no como tú, cabrón, que hace siete días estabas follándote por todo lo alto a esa morena hija de puta de tu jefa. Necesito algo. Mi vida se desmorona, y necesito algo a lo que aferrarme. Podría tener una noche loca. Sí, por qué no? Todavía conservo mis vestiditos de putón, o aquella mini rosa tamaño cinturón. Sí… voy a ponerme guapa, voy a ponerme la minifalda, un buen top ceñidito para enseñar escote y… y… y sin bragas! Eso es. Oh, a quién quiero engañar. No sabría ni a dónde ir, las zonas de marcha seguro que han cambiado en estos últimos cuatro años. Lo cierto es que ni siquiera estoy de humor de maquillarme y pasar media hora eligiendo los zapatos más adecuados para salir de caza.

Dónde están mis amigas cuando las necesito? Ah, sí, follando como conejos con sus mariditos. Hijas de puta… no. No soy justa con ellas, yo he hecho lo mismo estos últimos años, encerrada con mi querido cabrón, comiéndole la polla entre cacahuete y sorbo de cerveza, dejándole que me diera por el culo y bebiéndome litros de su leche amarga, día sí y noche también. Buena polla, eso sí, y buenos orgasmos, que ahora los disfruta la zorra de su jefa, mientras yo me quedo llorando en casa y agotando las reservas de chocolate. Sustitutivo del sexo? Y una mierda! Joder, y mis pezones duros como piedras. Pero qué…?

Es su polla. Pensar en cómo me percutía de forma constante, llevándome poco a poco hasta el borde del orgasmo, para acelerar a un ritmo vertiginoso que en cuestión de minutos me arrojaba por el precipicio, haciéndome correr como una loca mientras me llenaba el coño de leche. Algo me está llamando. Esa caja en lo alto del armario, cubierto de polvo. Un recuerdo olvidado, una obsesión pasada. Esa caja tiene la respuesta, la solución al calorcillo húmedo que se está gestando alrededor de mi pubis. Me tiemblan las manos. Me aliso el cabello, suspiro y me pongo el pie. No solo mis manos tiemblan, también mis piernas. Me miro al espejo y veo mi figura marchita.

Follar he follado tanto como he podido. Han sido cuatro hermosos años, llenos de amor y carantoñas mezclados con leche y jugos vaginales. He descubierto posturas que nunca habría imaginando, y me he corrido literalmente a chorro, como nunca hubiese pensado que podría hacer. Quizás es solo mi patética depresión. Pelo enmarañado, ojeras, piernas sin afeitar, bragas de abuela y camiseta de dormir… no precisamente lo que se dice sexy. Peor es aún la tripita bajo la camisa… no quiero ni pensarlo. Pero cachonda como una perra, eso sí. La caja, joder, dónde está la caja? Uhmm… ahí estás, jodía, ven con mami.

Alguien mirando desde atrás habría visto cómo mis nalgas se tensaban bajo el algodón de esas simples bragas, al estirar mis brazos y levantar mi camiseta para poder alcanzar, de puntillas, la caja en la parte superior del armario. No había nadie allí, por supuesto, para mirar de forma lasciva y con ojos de vicio, pero la caja por fin había vuelto a caer en mis manos, y ya nada importaba. Abrí la caja, y durante cinco tensos minutos miré su contenido fijamente, allí de pie. Allí estaba mi colección de juguetitos. Extrañamente, no me sentí atraída por ellos. Es posible que después de tanto tiempo, mis amiguitos no provocasen la más mínima atracción en mí? Los había olvidado ya?

 



{13 junio 2009}   Entrevista frustada

Por fin, después de muchas semanas, tenía una entrevista de trabajo. Solo era el primer paso, por supuesto, pero en tiempos de crisis, darlo supone ya un motivo de alegría. Las perspectivas del puesto, además, eran bastante buenas. Buen salario, buen horario, nada despreciables extras… lo único malo era la situación, que me obligaría a coger coche y estar una hora de camino para ir y otra para volver cada día. Algo perfectamente asumible, dadas las circunstancias, no obstante.

Contenta, pero nerviosa, comencé a prepararme para la entrevista. Al tiempo que practicaba preguntas trampa e iba pensando en buenas respuestas, comencé a vestirme y arreglarme. Semidesnuda ante el espejo, mientras me maquillaba, mi cabeza comenzó a asediarme con la idea de hacerme un dedete rápido, solo para calmar los nervios. Yo sabía que era un farol, y que en el momento en que empezase, sería incapaz de parar. Ya me ha pasado antes, y no podía permitirme perder otra oportunidad de trabajo. Deseché la idea no sin esfuerzo y me preparé una tila para combatir los nervios al estilo tradicional.

Volví a repasar mentalmente la lista de señales corporales favorables, las destrezas y las preguntas preparadas. Respiré profundamente, me puse los zapatos y salí de casa en dirección al coche. El taconeo de los zapatos sobre el cemento del aparcamiento saturó mis sentidos, dejándome la mente en blanco. «En blanco es mejor que pensando en masturbarme con la palanca de cambios metida en el coño, por lo que de momento las cosas van bien», pensé interiormente. Un momento… Mierda, no, otra vez inundaba mi cabeza la idea de tocarme. Intenté sacudirme las ideas de la mente. No era el momento, estaba claro. Dentro de un par de horas podría hacer lo que quisiera, pero ahora debía centrarme. Arranqué el motor, embragué la primera y salí del aparcamiento.

A mitad de camino, sentí un extraño calor. Las manos me sudaban ligeramente y mi ritmo de respiración se había incremenado. Bajé la ventanilla para que entrara algo de aire fresco, pero lo cierto es que no solucionó absolutamente nada. Mis sentidos estaban hipersensibles y sentí un escalofrío. Inconscientemente, cada vez que tenía que cambiar de marcha, me relamía mientras apretaba con fuerza la palanca de cambios. El roce de los muslos en combinación con la textura de las medias me resultaba en extremo agradable. Incluso el cinturón de seguridad situado entre mis pechos tenía algo de especial que no podía llegar a definir. Extrañas ideas volvieron a flotar por mi mente como tenues nubes pasajeras… o quizás no tan tenues, quizás eran el aviso de una tormenta por venir. Quizás no era tan mala idea. Llevaba unos minutos de adelanto. Algo rapidito. Mis muslos buscaban el calor del contacto mutuo. No quería aceptarlo, pero me estaba poniendo tremendamente cachonda.

El destino es traicionero, procurando siempre poner trampas en el camino, y en aquel momento de bajón, no se le ocurrió mejor cosa que poner un área de descanso. Mi cuerpo se anticipó a una decisión que mi cerebro llevaba tomando desde unos cuantos kilómetros antes. Puse el intermitente, tomé la salida y me dirigí con pulso firme hacia la zona designada, vacía a esas horas, lo cual beneficiaba a mis intenciones. Detuve el coche, sin llegar a parar el motor. Intentaba combatir el furioso deseo de correrme en aquel sitio solitario. Cálidos rayos de sol elevaban la temperatura de mis manos sobre el volante. Respiré profundamente, pero no había nada que decidir. Mis muslos se frotaban ya entre sí y mi conejito ya estaba calentorro, pidiendo atenciones mayores. Cuando giré la llave y el silencio invadió el lugar, definitiva perdí contra mí misma y mis deseos.

Mientras mis piernas se entrelazaban como dos serpientes en celo, mis manos comenzaron a prodigar caricias por doquier, empezando por el pelo y el cuello, y descendiendo lentamente. Los botones de la blusa iban cayendo a medida que mi brazo continuaba implacable su camino. Recliné el asiento hacia atrás, entregada a lo que estaba haciendo. Ya más cómoda, mis manos se ocuparon de mis sensibles pechos. Mi coño era una pequeña estufa. Me remangué la falda y puse una mano sobre las braguitas de encaje. La presión sobre la zona me hizo soltar un gemido. Notaba la humedad a través de la fina tela sin problema alguno, y entre tanto, el suave tacto de mis piernas acariciándose la una contra la otra colmaba de sensaciones mis sentidos. La mano libre jugueteaba con la teta opuesta, esquivando el pezón, apreciablemente marcado bajo el sujetador a juego con las bragas.

Perdí la noción del tiempo, y solo la llamada al teléfono móvil, probablemente del entrevistador, me devolvió a la realidad. Pero fue breve la vuelta. En lugar de coger la llamada e intentar inventarme alguna excusa, el móvil acabó entre mis piernas, pegado al tejido empapado de mis braguitas y llevándome al éxtasis más genuino como si de mi mejor vibrador se tratara. Di gracias a dios por la enorme insistencia de quien me llamaba. Pero como toda buena droga, nunca hay suficiente. Me deshice de las bragas y comencé a masturbarme con ritmo, en busca de un segundo orgasmo. Un dedo siguió al otro y pronto me sentí llena, experimentando un intenso placer. Esa sensación de plenitud, mientras los dedos en mi interior se bifurcan y exploran cada uno por su cuenta, ensanchando mi raja, adaptándose a los toqueteos…

Y otra llamada. Intenté agarrar el móvil, pero se me resbaló de las manos, cubiertas de flujos naturales, y cayó al suelo, donde hacía tiempo que yacían mis bragas. Mis dedos aceleraron el ritmo tras dar con una zona demasiado especial. Un terrible orgasmo comenzó a sacudir mi cuerpo, y me dejé llevar como quien se deja arrastrar por una ola de increíbles proporciones.

Más tarde, ya desfogada y relajada, traté de ponerme en contacto con la empresa y me inventé una mala excusa para mi ausencia. Al menos, conseguí que me concedieran otra oportunidad la semana siguiente.



En vista de los avances que me está suponiendo este tema de escribir lo que siento cuando me apetece masturbarme (la frecuencia y cantidad de pajas se ha reducido drásticamente), mi psicólogo me ha aconsejado que intente hacer memoria para ver de dónde me viene la obsesión, para intentar combatirla de raíz.

De joven, yo era una aficionada a los libros y las películas de aventuras y misterio. La primera vez que vi La historia interminable simplemente me encantó la película, hasta tal punto que no podía parar de verla, una y otra vez. Me resultaba especialmente encantador el dragón alado, Fúyur. Si un genio se hubiese cruzado en mi camino y me hubiera concedido un deseo, ese hubiera sido sin duda el tener mi propio dragón.

Cada vez que aparecía en pantalla, me volvía loca. Me subía en el reposabrazos del sillón y hacía como si fuese yo quien iba a lomos del dragón blanco. Cierto día, me emocioné demasiado y cabalgué más de la cuenta el brazo del sillón. Al terminar la película, me noté extraña, más eufórica que de costumbre, con la respiración agitada y con un inusual cosquilleo en mi zona íntima.

Ni qué decir tiene que la película la había visto tantas veces que me la sabía de memoria, pero yo seguía disfrutándola tanto que la veía por lo menos una vez cada quince días. Ahora que lo pienso, también por aquella época me dio por tener siempre un chupachups en la boca, y cuando empezaron a hacerme tilín los chicos de mi escuela, también tuve una época durante la cual tenía casi siempre cosas en la boca. Supongo que simplemente soy una presa fácil de las adicciones y el consumo incontrolado.

Pero desde aquel día, el ritual de ver la película había cambiado. Anhelaba las escenas en las que salía mi dragoncito, y las esperaba completamente fuera de mí. Cuando por fin aparecía, me lanzaba sobre el sillón y me ponía a cabalgar como una loca, terminando exhausta, sudorosa y con ese picorcillo que empezaba a gustarme tanto. La película quedó relegada a un segundo plano, pasó a ser una mera excusa para refrotarme contra el sillón. Hasta que un día, sufrí un amago de orgasmo. Sin darme cuenta, las piernas empezaron a temblarme y una embriagante sensación de bienestar se extendió por todo mi cuerpo. El shock inicial me asustó (pensé que era un ataque epiléptico o algo parecido), y probablemente por ello no lo disfruté a tope. Estuve varios días sin repetirlo, aunque finalmente reincidí, naturalmente, solo que intentando no llegar a esos extremos. Volví a llegar, incluso más rápidamente. De alguna forma, mi propio cuerpo se aleccionaba a sí mismo.

Con una pierna a cada lado del reposabrazos, apretadas por las rodillas contra el mismo para no perder el equilibrio, y la entrepierna arrimada al sillón, en contacto directo salvo por las braguitas y los pantalones del pijama. A partir de ahí, simplemente era cuestión de echarle imaginación y cabalgar refrotándome a un lado y a otro, desde atrás hacia adelante, de derecha a izquierda, en círculos, incluso dando botecitos como si fuera al trote (sí, ya sé que los dragones no trotan como los caballos, pero entonces no lo sabía, y qué demonios, el trote también daba mucho gustirrinín).

Aprendí a derretirme y a dejarme llevar por aquellas explosiones de placer. Con el tiempo, terminé llevando a cabo mi afición refregándome contra otros objeos similares, como cojines y almohadas, y más adelante, pasando mis manos y ejerciendo presión por encima de la ropa. Recuerdo cierta mañana que me desperté más exaltada de lo normal. No recordaba en qué había estado soñando, aunque aún estaba lo suficientemente reciente como para estar completamente sudorosa y con la respiración agitada. Un inmenso calor se difundía desde mis intimidades. Me apreté fuertemente con una mano y casi podría decir que sentí cómo me palpitaba el conejito. Ejerciendo una fuerte presión, comencé a frotarme por encima de la ropa, aumentando progresivamente el ritmo. El problema es que con aquellas sensaciones que percibía pasaba lo mismo que cuando te pica la piel y empiezas a rascarte. El picor va a más, y más, y más.

Me bajé el pijama por las rodillas y empecé a apretar mi rinconcito por encima de las bragas. La sensación era mucho más viva con menos ropa de por medio. Percibía el calor más intensamente y oleadas de placer me embriagaban sin final a la vista. Una humedad creciente, que en su momento atribuí simplemente a un exceso de sudoración, inundaba mi ropita interior según mis refregones aumentaban veían aumentado su ritmo y su fuerza. Justo cuando empezaba a barajar la posibilidad de quitarme las braguitas y disfrutar aún más, me sacudió un violento orgasmo que me dejó completamente derrotada. El sueño me embargó de nuevo y, horas más tarde, dudé sobre si aquello había sucedido realmente o no. Solo con echarle un vistazo a la ropa interior era obvio que sí había ocurrido, pero aún así decidí volver a experimentarlo.

Desde aquel entonces, mis prácticas se aceleraron rápidamente. Durante unos días, me limité a masturbarme con las bragas puestas, bien con los pantalones bajados o bien introduciendo las manos por dentro de los mismos. Mi excitación era aún mayor y el éxtasis final era simplemente indescriptible. Fue por aquel entonces cuando empecé a darle importancia a no ser descubierta en mis quehaceres, cuando una tarde mis padres llegaron antes de lo esperado y yo estaba cabalgando en el sillón en bragas y camiseta. Me dio tiempo a recuperar los pantalones, pero mi humedad se había filtrado sobre el tejido del sillón. Me libré por poco, poniendo un cojín encima.

Finalmente, mis manos sobrepasaron la última barrera de algodón, entrando en contacto directo con mi sonrojada intimidad. El tacto baboso de mis secreciones no me echó para atrás, sino que incrementó mis ganas de frotarme y frotarme. Aquella vez no pude reprimir un gritito mientras el placer invadía mi cuerpo al completo.

Unos meses más tarde, las amigas comenzaron a comentar algunas cosas muy parecidas. Tomé muy buena nota de muchas de las experiencias compartidas. La alcachofa de la ducha, el osito de peluche, ese misterioso botoncito con capuchón a la entrada del chochete… Con el tiempo, empezamos a llamar a las cosas por su nombre: masturbarse, correrse, hacerse un dedo, pajearse, coño, clítoris, … y yo más contenta que unas pascuas, sabiendo que aquello no era malo (aunque algo intuía), que era normal y tenía nombre. Pero no pude controlarme, de alguna forma, se me fue de las manos, y la afición se convirtió en adicción.



{10 junio 2009}   Vámonos de compras

Con las piernas temblando, y una notoria humedad en la bisagra donde se juntan, salí de aquella tienda con las mejillas más coloradas de lo normal, o al menos esa era mi impresión, pues sentía como si me ardieran a causa del rubor. Aunque lo más seguro es que pasase desapercibida para la inmensa mayoría de las personas presentes en el centro comercial, lo cierto es que en aquellos instantes de excitación palpable, era como si fuera el centro de atención, como si fuera un libro abierto y toda la gente se diera cuenta de mi situación.

Entre en la primera tienda posible, con el único fin de evitar estar rodeada de gente. Cogí un par de prendas de forma distraída, completamente al azar, y me dirigí a los probadores apresuradamente. Tan solo quería estar unos minutos a solas para recuperar el aliento, pensar detenidamente en la situación y calmarme.

El cubículo era de tamaño reducido, como prácticamente cualquier probador de la historia de la humanidad. Un banquito impracticable, que no sé por qué siempre hay uno, si es casi imposible sentarse, y un enorme espejo de cuerpo entero, que me sirvió para darme cuenta de lo patética que resultaba en esos momentos, pues ninguna señal exterior indicaba mi estado de excitación. Aquello me calmó ligeramente. Respiré profundamente varias veces seguidas.

Eché un ojo a la ropa que había seleccionado inconscientemente. Una falda demasiado atrevida para mis gustos, un par de camisetas que no eran de mi talla, unos pantalones de color caqui y un vestido floreado de vivos colores veraniegos. Tras comprobar la talla, decidí probarme los pantalones, aunque solo fuera por hacer. Me desabroché los que llevaba puestos y comencé a quitármelos. Me puse de perfil y me miré en el espejo. Estaba echando un poco de culo, probablemente culpa del sustitutivo número uno del sexo: el chocolate, que había empezado a devorar en cantidades ingentes. Aun así, las nalgas aún resistían la fuerza de la gravedad, y se mantenían firmes. Me levanté la camiseta para comprobar si en mi vientre también se estaba desarrollando barriga o no.

Sentir mis manos desplazarse por mi piel hizo de todo menos alejar la excitación. Mis dedos cubrieron cada centímetro de mi cuerpo, buscando bultos o granitos. Subconscientemente, estaba regresando a aquellos días en los que ponía delante de un espejo y descubría mi cuerpo, que naturalmente terminaban sin excepción en una deliciosa paja mientras me veía reflejada retorciéndome de gusto.

Advertí curiosa que una pequeña mancha de humedad se dibujaba en la parte delantera del tanguita que llevaba puesto. La boca se me hizo agua con tan solo pensar en masturbarme allí mismo. Introduje mi mano izquierda por la parte superior, para comprobar sin sorpresa que mi conejo estaba ya en su salsa. Un dedo intrépido se metió sin dificultad ninguna en el interior de mi vagina. Resoplé extasiada y entrecerré los ojos. Por un lado, necesitaba reencontrarme interiormente, por el otro quería verme en aquel espejo. La excitación se había apoderado de mí. Mis pechos se elevaban cada ver que inspiraba aire pesadamente, si bien mi respiración iba acelerándose progresivamente. Aparté el tanga con cuidado y vi resplandecer el brillo baboso de mi coño. Subí un pie en el banco y mi flor se deshojó sensualmente bajo mi atenta mirada. Los pétalos se desplegaron y pude contemplar en todo su esplendor aquel órgano del placer. Las yemas de los dedos repasaron los labios de arriba abajo, extendiéndome mis jugos por doquier. Recordé aquellas exploraciones ante el espejo y aquellos tibios orgasmos que me proporcionaba en cuanto me quedaba sola en casa. Me metía en el cuarto de mis padres y allí, con el gran espejo de mi madre, me corría brutalmente una y otra vez.

Pequeñas contracciones me sacudieron cada vez que mis extremidades rozaban el clítoris sonrojado y excitado, lo cual se hizo inevitable cuando me dispuse a penetrarme con el dedo corazón, el más largo de todos. La palma de mi mano quedó solapada en constante contacto con mi perlita electrizante, ejerciendo una satisfactoria presión sobre la misma. Entre tanto, el dedo se perdía en mi interior, acariciando ese punto especial del que muchas mujeres disfrutamos. La excitación subió de golpe otro nivel, catapultándome al paraíso onanista. Vibraciones próximas al más intenso estallido de placer se expandían por mi cuerpo, haciéndome tambalear sin equilibrio. Golpeé la pared con la espalda y ahogué un grito mientras me paraba en seco, retrasando lo inevitable y disfrutando de la sensación de controlar un caballo desbocado. Moví el banco de tal forma que pudiera sentarme con las piernas a los lados y situar mi espalda sobre el mismo. Lo reducido del lugar me obligó a apoyar una pierna en alto, contra la pared. Tumbada sobre el banco, aún podía girar la cabeza y disfrutar de mi cuerpo reflejado en el espejo.

Retomé la paja, incorporándose un segundo dedo en el proceso de autofollado. La otra mano quiso unirse a la fiesta, y no encontró mejor forma de hacerlo que, previo refregón en el mar de fluidos que mi cuerpo destilaba, indagar en mi puerta trasera. Mi mente intentó poner un poco de cordura, y la idea de ser descubierta en plena faena asomó en mi cabeza. Sin embargo, aquello no me detuvo, e incluso podría decir que el riesgo de ser pillada le imprimió una inusitada carga de morbo a la situación, aunque no hace falta decir que me hubiera muerto de vergüenza.

– ¿Señorita? ¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo?

La voz de la dependienta retumbó en mis oídos. Perdí la concentración y el equilibrio, resbalé y caí del banco al suelo provocando un estruendo. La altura no era exagerada, y el golpe fue más moral que físico, sobre todo cuando la mujer no se cortó un pelo en esperar a que le dijera que todo marchaba bien, corrió la cortina y vio cómo una clienta estaba tirada en el suelo en posición inverosímil, con el culo en pompa y con los dedos metidos en el coño, corriéndose como una loca, víctima de un auténtico colapso de sensaciones.

Sacudida por un orgasmo súbito inesperado, me sentí sin fuerzas para levantarme, taparme o, al menos, indignarme ante su repentina irrupción. Solo pude quedarme allí tirada en el suelo, degustando la sensación agridulce de aquella corrida, y viendo la cara de la mirona reflejada en el espejo. Esta, supongo que en estado de shock, tampoco fue capaz de reaccionar durante un buen rato, hasta que finalmente se disculpó con un hilillo de voz y volvió a cerrar la cortina, devolviéndome a la intimidad original.

Violentadas por lo que acababa de suceder, ninguna de las dos nos dirigimos palabra, y al menos por mi parte, ni siquiera fui capaz de levantar la mirada del suelo mientras salía a paso acelerado tras disculparme vergonzosamente. Estaba claro que el día de compras había terminado por hoy. En lo más recóndito de mi mente, se grabó la experiencia, no completamente desconocida, pero con un puntito diferente que merecía la pena recordar, y tal y como lo pensé más tarde en casa, mientras liberaba tensiones bajo la ducha, quizás repetir. No, imposible, jamás. ¿Pero qué me pasa? ¿Estoy perdiendo el juicio?



{8 junio 2009}   Mañanita en la piscina

Después del agotador día en que opté por zambullirme en mi adicción, pensé que si había alguna forma de quitarme de la cabeza las ganas de masturbarme, sería con mi otra gran afición: ir de compras. Me calcé los primeros zapatos que encontré, agarré el bolso y me largué hacia uno de esos mega-centros comerciales con decenas de tiendas de todo tipo: de zapatos, de pantalones, de ropa a la última, de moda vintage, de complementos, de lencería, incluso de calcetines.

La idea era pasar el día allí recluida. De una tienda a otra probándome modelitos y, en caso de encontrar alguna ganga, darle caña a la tarjeta de crédito. El período de rebajas ya había pasado hacía tiempo, aunque algunas tiendas aún anunciaban alguna que otra oferta para paliar la crisis económica y que la gente continuase comprando. La nueva temporada de verano estaba en pleno apogeo. Bikinis, prendas vaporosas y sandalias eran sin lugar a dudas las máximas estrellas.

Revisando bikinis, me encontré con uno clavadito a uno que tengo. La braguita color pistacho con las costuras azul cielo, y la parte superior a la inversa, azulona con las costuras de color verde. Me vino a la cabeza aquel domingo por la mañana, en plena resaca, en la piscina de la comunidad. Era temprano y tenía la piscina para mí sola. El agua estaba ligeramente fría y causaba impresión al principio, pero una vez dentro, estaba riquísima y era imposible quererse salir antes de acabar con las yemas de los dedos como pasas. La quietud de la soleada mañana invitaba a todo tipo de pensamientos obscenos, al menos en una mente degenerada como la mía. Los chorros de agua del ciclado del agua aún estaban encendidos. ¿Quién no se ha puesto de espaldas al chorro, pegada al borde de la piscina como si de un hidromasaje se tratase? ¿Quién no se ha dado la vuelta, poniéndose de frente, impactando el agua contra el pecho? ¿Quién no ha pensado en lo delicioso que sería ese chorro de agua enfocado a esa zona que todos estamos pensando? ¿Y quién no lo ha probado? Formando un ángulo de noventa grados en el borde, con los senos aplastados contra el árido suelo bajo el peso de mi propio cuerpo, con las piernas en el agua y el furioso chorro de agua impactando directamente en el sitio más adecuado.

La excitación creciendo de forma exponencial cada minuto, mordiéndome los labios para procurar evitar armar un escándalo, los ojos cerrados mientras imagino al dios Neptuno hurgando en mis intimidades, buscando la forma de deshacer los nudos de la braguita del bikini y poder poner así en funcionamiento un tridente de pollas. Y cuando una de mis manos, haciéndose la distraída y disimulando a la perfección, hace a un lado la prenda y el agua impacta violentamente contra mi monte de venus, ¡zas!, los inoportunos vecinos del 2º izquierda hacen acto de aparición. Se trata de esos instantes de sufrimiento después de la interrupción. Sabes que el calentón te va a durar unos minutos más, que podrías retomarlo casi desde el punto en que lo dejaste. Pero si se supera el tiempo crítico, si se rebasa el Punto de No Calentón, todo se va al traste.

En aquellos días, vivía en pleno éxtasis onanista, me pasaba las calurosas tardes de verano sudando la gota gorda y corriéndome una y otra vez. Aquel fue el verano de la toalla enrollada, un método de masturbación realmente satisfactorio, pero volviendo a la piscina, salida como estaba no iba a dejar ni que se acercara el PdNC. Me sumergí de nuevo por completo en el agua, ocultando así el exaltado estado de mis pezones sobre el bikini, y aguardé a ver si los vecinos se metían o no. Mientras esperaba, una de mis manos se ocupaba de mantener mi conejito alerta. Tras comprobar que no tenían intención alguna de meterse, desaté los nudos laterales de la braguita. La sensación de desnudez bajo el agua me puso más cachonda aún. Mi mano derecha comenzó a causar estragos en mi coño calentorro, alternando esporádicas caricias sobre el clítoris y breves incursiones digitales en mi interior con palmaditas sobre los labios, estas últimas resultando en una erótica combinación de la presión submarina y las vibraciones de los golpecitos sobre el clítoris. Por supuesto, el factor morbo de estar pajeándome a escasos metros de mis vecinos también jugaba un factor importante en aquella ofrenda a Onán.

Entonces todo se precipitó. Mi vecina se incorporó, disponiéndose a darse un bañito refrescante. Mi cerebro dio la orden de parar a mis manos, pero estas la interpretaron al revés, y en lugar de parar, incrementaron el ritmo. Dos dedos se incrustaron en lo más profundo de mi coño, llevándome en volandas hacia un éxtasis total y absoluto. No sabía dónde meterme. El orgasmo se acercaba tan rápido como mi vecina. La mano libre, que sostenía la braguita del bikini, se abrió y descendió a ayudar a la otra con caricias sobre mi pubis y sobre el centro del placer de toda mujer. Empecé a sentir la gestación de esa súbita energía liberada en cada orgasmo. Me mordí los labios, cerré los ojos y me sumergí por completo bajo el agua. Me corrí como nunca. Exhalé una bocanada de aire que fuera del agua se habría convertido en un estruendoso grito de placer, pero que en este caso se limitó a una retahíla de burbujas. El cuerpo me temblaba sin control. Aunque estaba en una situación peliaguada, en los segundos que siguieron a aquella inmensa explosión de placer solo había una idea pululando por mi cabeza: tenía que repetirlo. Por fortuna, cuando los estertores del orgasmo fueron desapareciendo, recuperé algo de sentido común. Saqué la cabeza fuera del agua, me enjuagué los ojos y vi cómo mi vecina se agachaba en el borde de la piscina y recogía la parte del bikini que mi mano traviesa había soltado instantes antes. Mis mejillas fueron adquiriendo un marcado tono carmesí.

– No te preocupes, me tranquilizó, a todas nos ha pasado alguna vez – me aseguró con una amplia sonrisa que me dejó descolocada.
– Yo…

Me extendió la pequeña prenda, y procedí a colocármela, torpemente.

– Desde que me pasó una vez en la playa y tuve que salir tapándome con la mano, ya solo uso bikinis de una pieza, nada de cordones ni nudo.

Acompañó la aclaración dando un ligero tironcito a la goma de su bikini mientras reía. Algo de tranquilidad invadió mi ser al darme cuenta de que no había sido «cazada». No obstante, salí igualmente disparada de la piscina, tomé la toalla y regresé a la seguridad del hogar. Fue allí donde descubrí que me había puesto la braguita al revés, la parte trasera al frente y la delantera atrás, quedando mis nalgas ligeramente al descubierto.

Dejé el bikini en su lugar, y miré a uno y otro lado en la tienda. Tal vez solo hubieran transcurrido unos breves segundos, pero mi mente se había recreado con esos recuerdos con una lucidez inaudita, en lo que a mí me parecieron interminables horas. Un ligero picorcillo característico emergió desde mi bajo vientre. Decidí cambiar de tienda, con la esperanza de que se me pasara.



{8 junio 2009}   From lost to the river

En cuanto entré en casa, me recriminé mi actitud, y la facilidad con la que había caído en el onanismo más exacerbado. No podía ser que terminase tan fácilmente tocándome el higo. Debía resistir las ganas por intensas que fuesen. Me paré a estudiar las posibles razones del suceso de la azotea. El solecito, la brisilla, las fragancias de la ropa limpia ondeando en el aire, la extraña mezcla de exhibicionismo e intimidad que otorga la azotea de un edificio de ocho pisos…

Me descubrí a mí misma excitada de nuevo. La almeja me palpitaba solicitando atención. De todos es sabido que las adicciones, especialmente las más fuertes, es imposible dejarlas bruscamente. El «mono» es simplemente brutal, insuperable por la mayoría. Es mejor reducir la «dosis» de forma progresiva. Si la semana pasada me había pasado horas y horas hurgándome en el chirri, era absurdo intentar reducir drásticamente la tasa de orgasmos, y pasar de la docena diaria (y más…) a cero. Dicho así, con un calentón tremendo encima, sonaba incluso razonable. Mi lado oscuro había vuelto a ganar.

Pero una cosa estaba clara, si iba a infringir la restricción de forma voluntaria, sería a lo grande, es decir, con el grande, con «El rojo». Estoy hablando de mi consolador favorito, por supuesto, un enorme cacharro alargado de goma color rojo, formado por diversas elipses como si de la polla del muñeco Michelín se tratase, de tamaño más que considerable y una curvatura sencillamente ideal. Naturalmente, con vibrador incorporado y cabeza giratoria, y con esa especie de lengua bífida que tan bien sirve para hacerte estallar el clítoris como para acariciarte el ano sutilmente. Una auténtica joya, número uno en ventas en el sex-shop en el que lo compré, o eso me aseguró el dependiente mientras me desnudaba con la mirada y se follaba mi tarjeta de crédito.

La noche del estreno fue espectacular, los orgasmos se sucedían uno detrás de otro hasta que las baterías dijeron basta. Quedé tan rendida que ni fui capaz de ponerme el pijama e irme a la cama, simplemente cerré los ojos y amanecí a la mañana siguiente tirada en el sofá, con las vergüenzas al aire, apestando a interminables horas de sexo, con una sonrisa enorme en el rostro y un pequeño resfriado. Por supuesto, aquello se repitió.

De camino a mi cuarto, me fui quitando la ropa, dejándola tirada por el suelo, hasta quedarme totalmente desnuda. Me gusta la sensación de andar desnuda, agudiza los sentidos, especialmente el del tacto; y aunque me encuentre en la seguridad y la intimidad del hogar, en cierta manera también me pone cachonda. Me puse de puntillas tras abrir la puerta del armario, para intentar llegar a la parte superior del mismo, donde acostumbra a descansar una caja de zapatos que no contiene zapatos. Mis músculos se tensaron con el esfuerzo y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Agarré finalmente la caja y la abrí, ansiosa. En su interior había varios frascos de aceites eróticos, mis bolas chinas y el clásico vibrador de plástico duro y de un color amarillo chillón. La decepción momentánea dejó paso al instante al recuerdo de que había estado usando «El rojo» unos días antes. Abrí el cajón de la ropa interior y allí estaba. Lo tomé con mis manos y descubrí enfadada que unas de mis braguitas se quedaban pegadas al aparato. Me odio a mí misma cuando no limpio los juguetes después de jugar. Antes de lavarlo, comprobé que las baterías funcionaban aún. A pesar de que funcionaba al máximo sin problemas, decidí asegurarme y sustituirla por una cargada a tope. Cogí una toalla, el botecito de esencias de azahar y me dirigí al salón.

Contrariamente a lo que mucha gente piensa, a las mujeres nos gusta el porno. Así, en general, y sin necesidad de que al final la prota se case. Un buen rabo en pantalla, una golosa mamada, un polvo salvaje, una jugosa comida de coño o una multitudinaria orgía. En lo personal, me gusta el porno «musical», si se puede llamar así, con melodías suaves que destacan por encima del sonido del sexo y los gemidos. Al fin y al cabo, probablemente me oiga más a mí que a la televisión, por lo que una sensual musiquilla de fondo se agradece. Al momento de darle al PLAY al reproductor, comenzó una escena lésbica entre dos mujeres ataviadas con sendos conjuntos de lencería, una de negro, la otra de blanco. Tomé el frasco de aceite y rocié mis pechos con una generosa cantidad, comenzando a masajearme a mí misma, esparciendo el lubricante por mi cuerpo. Aunque los pezones ya estaban duros desde hacía rato, decidí ignorarlos por esta vez, y seguí extendiendo el aceite por mi cuerpo, regodeándome en el excitante olor del azahar. Por el cuello, por los senos, por el vientre, unos centímetros por debajo del vientre…

Las mujeres de la película se comían la una a la otra en un sensual sesentaynueve, y mis manos comenzaban ya a hacer virguerías en mi animado conejito. Los roces casuales fueron sustituidos por suaves palmaditas sobre mi coño, para a continuación refrotar las palmas de las manos. Casi sin querer, un dedo se coló en mi interior. Estaba realmente resbaladiza, tanto por el aceite como los jugos segregados por mi cuerpo. Di un ligero respingo al sentirlo, presa de mi excitación. Al lamerme el dedo, una curiosa mezcla de sabores regocijó mi paladar. Cerré los ojos y me imaginé lamiendo un jugoso chochete. Mi otra mano se movía en círculos sobre mi monte de venus. Estaba realmente cachonda. Cuando quise abrir los ojos, la escena de la peli ya había terminado, y ahora una morena pechugona estaba siendo tomada a la vez por dos fornidos hombretones. Estiré la mano y cogí el vibrador, dispuesta a empalarme con él. Lo pasé por mis pechos, mojándolo así y lubricándolo bien con el aceite de masaje. Con aquellos entre mis senos, no puedo evitar sacar la lengua y darle un amistoso lametón en la gorda punta, que giraba lenta e irregularmente al mínimo de potencia. Se me hizo la boca agua.

Me abrí los labios con una mano y dirigí el brillante consolador hacia mi vagina, donde penetró sin dificultad alguna hasta hacer tope. La lengüita del vibrador se ubicó sobre mi clítoris, provocándome cosquillas. Subí un nivel de intensidad y aquel instrumento del placer comenzó a causar estragos en mi interior. Comencé a mover aquella polla vibratoria en mi interior. Despacio, de adentro afuera, ladeándolo a un lado y luego al otro, con movimientos cortos pero firmes. La protuberancia viperina me acariciaba el clítoris de forma intermitente, elevando mi placer a cotas inimaginables. Y entretanto, la cabeza rotatoria de aquel engendro mecánico repasa las paredes de mi vagina, sacándome de mis casillas y haciéndome generar flujo vaginal por litros.

En la televisión los dos tíos estaban pajeándose ante la mujer morena, de rodillas ante ellos, relamiéndose en espera de una ducha láctea. Volví a desplazar el selector de intensidad y las revoluciones del consolador volvieron a crecer, llevándome al límite del orgasmo y zambulléndome en él, degustándolo al máximo. Estaba animada y estaba caliente, y como quiera que probablemente me iba a arrepentir más tarde pensándolo más fríamente, me lancé de lleno a los brazos del onanismo. Mientras los últimos latidos del orgasmo aún coleaban, retomé el mete saca y me prodigué en caricias sobre el clítoris, que comenzó a reunir fuerzas a rápida velocidad, preparándose para un segundo orgasmo. Mis dedos se movían instintivamente, sin que mi cabeza les indicara cómo hacerlo, y así me corrí por segunda vez en apenas unos minutos al sacarme el vibrador de golpe. Paladeé el electrizante placer orgásmico, tragué saliva, respiré profundamente y cuando la última gota del orgasmo alcanzaba los dedos de los pies, volví a penetrarme con furia y a torturar mi clítoris erecto. Podía sentir cómo se generaba una nueva explosión de placer en mi interior, los segundos transcurrían a cámara lenta, mis jadeos eclipsaban el sonido de la televisión, y en un instante me quedé casi muda, exhalando un ronco gemido creciente en intensidad a medida que las mieles de un tercer orgasmo recorrían mi cuerpo.

A quienes han sentido el fenómeno de la multiorgasmia no hace falta explicárselo, y a quienes no lo han vivido es imposible decirles lo que se siente con palabras. Es difícil ponerse a contar en una situación así, sobre todo a partir de ciertas cantidades, pero no me equivoco al decir que he llegado a superar la docena de orgasmos seguidos. Esta vez, la cosa se quedó en seis. Exhausta, dejé caer el consolador sobre la mesa. El coño me palpitaba, confundido aún en un mar de placer. Con la mente en blanco y la mirada perdida, me dediqué a recuperar energías durante los siguientes diez minutos. El segundo asalto prometía ser, como mínimo, igual de bueno. «El rojo» nunca me ha defraudado.



{26 May 2009}   Baño de sol

Tras lo sucedido la tarde del día anterior, con el impulso que sentí en el mercado, decidí quedarme en casa. Sabía que las posibilidades de caer en la desidia y empezar a masturbarme como una loca eran mayores en la intimidad del hogar, pero tal vez si conseguía mantenerme ocupada tuviera alguna opción, y por lo menos no iría dejándome las bragas tiradas en cualquier antro de mala muerte.

La idea inicialmente transcurrió a la perfección. Me dediqué a ponerme al día en la limpieza del hogar, y eso me llevó un par de horas. Una vez hube terminado, pensé en hacer la colada. Inconsciente de mí, seguí ordenando cosas por los alrededores, sin prestarle demasiada atención a la lavadora, hasta que la lavadora entró en el ciclo de centrifugado. El ruido de la misma me trajo unos agradables y placenteros recuerdos. La lavadora fue la culpable de que adquiriese mi primer vibrador. Ese movimiento salvaje de la máquina al centrifugar me descubrió un mundo nuevo en su día.

Recuerdo aquel primer día que, inconsciente de mí, decidí ponerme a leer un libro sentada encima de la lavadora mientras esperaba a que se hiciera la colada. El trantrán inicial, que se extendía durante casi todo el proceso, era ligeramente hipnotizante. Me mecía como si estuviera en una cuna, sumiéndome en la relajación y dejándome indefensa para la montaña rusa que venía a continuación. La impresión de susto inicial ante la pérdida de equilibrio se vio rápidamente sustituida por unas vibraciones profundas y duraderas que se transmitían a mi cuerpo en todo su esplendor, chocando contra mi bajo vientre como las olas rompen en la costa. No hubo tiempo para la reacción, mi mente se nubló y me sumergí en un constante ir y venir de oleadas de placer.

Aquella primera vez me mojé y terminé en el cuarto de baño aliviando el calor contenido en mi rajita masturbándome durante no menos de quince minutos. La segunda me masturbé allí mismo. La quinta vez, aquello adquirió la categoría de ritual, y las ropas ultrafinas eran el atuendo del mismo, sin siquiera ropa interior, pues cuanta menos tela hubiera entre medias, más nítidas y fuertes se transmitían las vibraciones a mi cuerpo. Por supuesto, terminé lavando la ropa más veces de lo habitual, y el proceso se convirtió en largas sesiones de masturbación desnuda sobre la lavadora.

Como un semáforo indicando vía libre, mis pezones se endurecieron bajo la fina camiseta que llevaba. Mi cuerpo se sensibilizó al instante, atrapando cualquier roce al tacto. Intenté hacer caso omiso a las señales que mi cuerpo me enviaba, sacudí la cabeza para sacarme aquellos recuerdos de la misma, y logré reprimir las ganas de masturbarme que me iban apareciendo poco a poco. Afortunadamente, la lavadora comenzó a avisar del final del lavado. Procedí a mover la ropa húmeda desde la lavadora a una cesta, y me dirigí a la azotea a tender. Al parecer, alguna vecina ya había subido aquel mismo día a tender las sábanas, aunque aún quedaba espacio de sobra.

El sol brillaba en la cúpula celeste, bañando con sus rayos todo lo que mi vista alcanzaba. Ni una sola nube se divisaba en el horizonte. El ruido del tráfico llegaba amortiguado hasta allí debido a la altura, lo cual impregnaba la situación de cierto surrealismo. Una brisa suave y fresca soplaba hacia el sur. Salir al aire libre y disfrutar de aquel sol radiante y el calorcito que otorgaba me puso de un extraordinario buen humor. Comencé a tender la ropa mientras destrozaba alguna canción pop entre silbidos y estrofas ocasionales, meneándome al son de una música que solo existía en mi cabeza. Estaba de tan buen humor y tan a gusto a la luz del sol que decidí quedarme allí un rato, disfrutando de un día tan espléndido en una de las tumbonas que algún vecino había dejado allí olvidadas. En aquellos instantes, nada ajeno a la realidad de la azotea existía. Ni siquiera la terapia. Lo que empezó siendo un pequeño descanso bajo el astro rey, derivó en una pequeña sesión de bronceado con unos pantalones cortos remangados reducidos a su mínima expresión y en topless. El calor comenzó a afectarme sin remedio. Empezaron a entrarme sudores, y mientras con una mano me mesaba los cabellos, con la otra empecé a acariciarme los pechos, calentados bajo la luz solar.

Me deleitaba una y otra vez mojando la punta de mis dedos en saliva, para a continuación restregarlos tímidamente contra mis pezones. En cuestión de segundos se secaban y volvía a repetir la operación, enardeciéndome más aún cada vez que lo hacía, sensibilizando mi cuerpo al máximo. Mi sistema nervioso estaba saturado por completo, y podía sentir las cosquillas de los rayos de sol en cada centímetro de mi cuerpo. Continué con la ardua tarea de humedecer mis pezones con mis dedos juguetones, al tiempo que la otra mano se decidía a explorar las latitudes más australes de mi anatomía. Con paso lento pero seguro, las uñas de mi mano derecho descendieron rozando mi piel erizada durante todo el trayecto. El corazón comenzó a latir con fuerza inusitada cuando mi mano se entretuvo en el ombligo, recorriendo el borde con el dedo índice y vadeando el piercing que allí se aloja, pero fue un minuto más tarde, cuando superó el borde de los pequeños pantaloncitos de algodón cuando se desbocó por completo. Y entre tanto, uno de mis pezones jugueteaba alegre con los dedos índice y pulgar.

Mi diestra se introdujo furtivamente bajo los pantalones y el tanga, todo de una. Sentí mis dedos entrelazándose con el vello púbico cultivado durante el último mes, la fecha de mi cita más reciente, la última vez que me rasuré en previsión de una noche de sexo desenfrenado en compañía de alguien. Los pequeños pelitos cosquilleaban traviesos en la palma de mi mano, y las yemas de mis dedos alcanzaron los pétalos de mi flor ya humedecida. Esparcí toda aquella humedad por los alrededores de mis labios, impregnando mis dedos profusamente en mis secreciones, y cuando estaban ya bien recubiertos, comenzaron a explorar más a fondo mis intimidades. Bien sabían los muy pillos dónde mirar y dónde encontrar. Con el anular y el índice separé los labios más externos, quedando expuesto e indefenso ante el dedo corazón mi guisantito querido, mi clítoris amado que tantos orgasmos me ha regalado. Unos suaves golpecitos con la yema del dedo le hicieron despertar de su letargo y pronto empezó a provocarme más placer aún. Seguí masturbándome sin descanso. Estaba en el séptimo cielo, en ese momento tan cercano al orgasmo que quieres extender por siempre, esa sensación de estar andando al filo del abismo que te hace tener los sentidos completamente alerta, y por ende, percibir cada mínima caricia como la mejor del mundo. De pronto, pisas en falso y te precipitas al abismo. El orgasmo me sacudió violentamente. Me retorcí allí tumbada con una mano dentro de los pantalones y otra apretándome una teta.

Una gota de sudor puñetera superó la ceja y cayó en mi ojo izquierdo, aprovechando entre convulsión y convulsión, e intentando sin éxito fastidiarme el orgasmo. Me quedé rendida durante los siguientes minutos. Tras mojar mis bragas con mis flujos, ahora mojaba la tumbona con el sudor provocado por mi actividad «extra-deportiva». La brisa me refrescaba agradablemente mientras mi respiración regresaba a su ritmo acompasado habitual. Me hubiera quedado allí un par de horas más, pero recordé que estaba en topless, con las tetas cubiertas de saliva y una mano metida en mis «asuntos propios», todo ello en una zona común de la comunidad, abierta a todos los vecinos. Tanteé el suelo en busca del top, el cual acabó hecho un asco tras secarme las manos y los pechos, y me lo puse. Con puntualidad casi milimetrada, la vecina del 5º derecha abría la puerta para recoger las sábanas tendidas. La extraña sensación de que había estado esperando a que me adecentase hizo que un acentuado rubor sonrojara mis mejillas. Ni siquiera fui capaz de mirarla a los ojos, la saludé con la vista clavada en el suelo y regresé a mi casa, decidida a pensar una forma de superar mis impulsos.



Mi primer día de terapia no había empezado exactamente como me lo imaginaba, de hecho difícilmente podría haber empezado de una forma peor que cayendo irremisiblemente en mi adicción a los pocos minutos de despierta. Me metí bajo el agua de la ducha dispuesta a purificarme por completo. Aquello sería como un baño bautismal. El psicólogo me avisó de las recaídas, y me dejó claro que no debía olvidarlas bajo ningún concepto, sino que formaban parte del tratamiento en sí. Si olvidaba estas recaídas, sería como si nunca hubiesen sucedido, y esa no era la intención. Pensaba tenerlo bien presente, pero aun así, quise considerar la ducha como un punto y aparte. Vale, había sucumbido a la tentación orgásmica a las primeras de cambio, pero a partir de ese momento pensaba luchar con todas mis fuerzas.

Una vez más, fue cuestión de minutos.

Me metí en la ducha y dejé que el agua templada mojase mi cabello y resbalase por mi cuerpo como si fuera un ente de largos dedos acariciando mi cuerpo. Con la maldita intención de no olvidar mi paja de unos minutos antes, no conseguía quitarme de la cabeza el tremendo orgasmo que había sacudido mi cuerpo. Cerré los ojos y empecé a lavarme la cabeza, generando riadas de espuma que descendieron hasta el fondo de la ducha a través de mi cuerpo. Así, con los ojos cerrados, la espuma deslizándose delicadamente por mi piel, mis manos masajeando mi pelo y los recuerdos de lo que había pasado poco antes, comencé a excitarme de nuevo.

Casi inadvertidamente, una mano cayó de mi cabeza a mis pechos, donde comenzó a expandir alentadoras caricias sobre unos pezones duros desde antes de empezar. Recuperé el sentido en un momento de lucidez, y conseguí reprimir mis deseos. Abrí los ojos y un poco de champú entró en ellos, provocándome un molesto escozor. Me enjuagué y aclaré el pelo mientras maldecía al champú. Al menos aquello ocupó mi mente durante un tiempo. Tras terminar de lavarme el pelo, comencé a enjabonar el resto del cuerpo, sin olvidar ni un solo rincón de mi cuerpo. Cuando le llegó el turno a mi pubis, apenas lo rocé de soslayo, temerosa de las consecuencias. Me di cuenta de lo absurdo de la situación, por lo que me decidí a lavarme en condiciones… demasiado en condiciones, tal vez. Mis manos se deslizaron sin problema por mi rajita llena de espuma. Pronto advertí que estaba frotando con demasiado entusiasmo. Jadeaba sin parar y mi clítoris latía como si tuviera voluntad propia. Giré la llave del agua fría y pegué un fuerte grito cuando el agua helada impacto sobre mi cuerpo. Me libré de los restos de jabón y salí de la ducha, casi despavorida.

Estaba completamente sin control. Me helé de frío frente al espejo, desnuda, chorreando agua sobre el suelo. Me miré fijamente a los ojos, tratando de buscar una explicación, tratando de encontrar una solución para poder controlarme. Estaba decidida a ello. «Tú puedes, Susana», me repetí en voz alta varias veces. Tras calmar mi respiración y, aparantemente, evitar un nuevo brote de lujuria, tomé una toalla y procedí a secarme. Mis pezones seguían duros, pero quise pensar que esta vez no era producto de la líbido, sino del frío. De hecho, estaba casi tiritando. Me enrollé la toalla al cuerpo, me sequé el pelo y regresé a la habitación para vestirme. Antes de salir de casa, me miré al espejo de forma triunfal, había conseguido resistir las ganas de tocarme. Tal vez la terapia fuese beneficiosa después de todo.

Resultó ser un día maravilloso. Ocupada en mis quehaceres, mantuve alejado en todo momento al fantasma de la masturbación. Tuve momentos de un pequeño bajón, pero conseguí reunir las fuerzas necesarias como para no necesitar meterme el dedo. Hasta que fui a hacer la compra. Con la idea de hacerme una sabrosa y sana ensalada, adquirí distintos tipos de lechuga, tomates, cebollas y, en el último momento, unos pepinos que tenían una pinta realmente estupenda, de tamaño generoso y un tacto que hacía presagiar que estaban simplemente en su punto. Ese tacto ligeramente rugoso disparó todas las alarmas en mi cuerpo. A cada paso que daba de vuelta a casa, mis ojos se desviaban una y otra vez hacia la bolsa de la compra, desde cuyo interior me miraban aquellos pepinos tan hermosos. La boca se me estaba haciendo agua, y el chichi iba por el mismo camino. Aceleré el ritmo, mis pulsaciones se dispararon. Casi hubiera sido capaz de pararme en mitad de la calle, bajarme las bragas y meterme uno de aquellos fantásticos pepinos. Me horrorizó pensar en aquello, pero lo que es peor, me excitó tremendamente. Me metí en el primer bar que encontré y fui directa a los aseos. Dejé la bolsa encima de la repisa de mármol y me mojé la cara con agua fría. Me miré al espejo, sorprendida de mi forma de actuar. La bolsa se había ladeado y un pepino se había quedado a medio salir de la misma. Alterné la mirada entre el pepino y mi cara reflejada en el espejo. «De acuerdo, si eso es lo que tanto deseas, perra, adelante», murmuré entre susurros casi inaudibles. Agarré el pepino y me metí en uno de los cubículos.

Levanté el vestido hasta la cintura y me bajé el tanga hasta las rodillas. No me sorprendió en absoluto ver el brillo de mi flujo empapando la pequeña prenda íntima, ni sentir en mis propios dedos que tenía el coño empapado. «Estoy cachonda como una zorra en celo», pensé para mis adentros, mientras mi humedad interior impregnaba mi mano, que se dedicaba a esparcir los fluidos vaginales por mis labios. Me metí un dedo y cerré los ojos, reprimiendo un gemido, retorciéndome allí sentada en el urinario. Recordé de inmediato el pepino que sujetaba en la otra mano. Escupí sobre él, y lo mojé bien mojado, mezclando saliva y flujos. Moví las piernas para intentar deshacerme del tanga, que se quedó enredado en el tacón de uno de mis zapatos, el que puse en alto contra la pared, en una postura que dejaba mi conejito completamente abierto, rezumando fluidos. El pepino entró a la perfección, adaptándose de inmediato a mi vagina, que lo aceptó sin ningún reparo. La particular textura del vegetal me producía unas vibrantes sensaciones, distintas a cualquier otra cosa, pero igualmente placenteras. La estancia se llenó de inmediato con el ruido de mis jadeos y el de aquel pepino entrando y saliendo de mi chochito encharcado, con un característico ‘chop chop’. Nada podía pararme, estaba embalada rumbo al orgasmo, cuando el ruido de la puerta al abrirse me sobresaltó sobre manera. Me detuve en seco, escuchando el taconeo de la desconocida que acababa de entrar en los servicios, oí pacientemente el desenlazado del cinturón, el desabotonado del pantalón, la cremallera al abrirse, unos probablemente ceñidos pantalones deslizándose, de nuevo un ligero taconeo mientras aseguraba la posición, y el característico ruido del chorrito de líquido al reunirse con el agua del váter. Mis manos se habían parado en seco, pero aquella orgía de sonidos y ruiditos me llegó mientras un orgasmo me hacía temblar de arriba abajo, con el pepino saliendo de mi coño de forma horrorosamente lenta. Aún me pregunto cómo fui capaz de reprimir cualquier sonido por mi parte, mientras me corría por la pata abajo. El pepino salió por completo y cayó al suelo, donde rodó hasta el siguiente compartimento.

El chorrete que mi improvisada compañera expulsaba se vio interrumpido, y las palabras «¿Pero qué coño…?» ocuparon su lugar, rompiendo el abrumador silencio. Entre los estertores del orgasmo, reuní la fuerza necesaria para levantarme y salir rápidamente de allí, con el rostro rojo como un tomate, muerta de vergüenza, y mis fluidos mojando mis muslos por culpa de la fuerza de la gravedad, y porque directamente había olvidado también el tanga, probablemente en el suelo del baño. Unas lágrimas se formaron en mis ojos mientras apretaba el paso hasta llegar a casa, al tiempo que trataba de esforzarme en imaginar qué pensaría aquella mujer, tras encontrarse con un pepino oliendo a conejo fresco y un pequeño tanga empapado tirado en el suelo del baño.

Día 1 de terapia: aún no ha acabado el día y me he masturbado sin pudor alguno fuera de casa. Esto tiene que acabar. Como sea.



et cetera